sábado, 28 de noviembre de 2009

ORACIONES A SAN MIGUEL ÁRCANGEL

La oración a San Miguel del Papa León XIII



En Octubre 13, 1884, el Papa León XIII, experimento una visión horrible. Después de celebrar la Eucaristía, estaba consultando sobre ciertos temas con sus cardenales en la capilla privada del Vaticano cuando de pronto se detuvo al pie del altar y quedo sumido en una realidad que solo el veía. Su rostro tenia expresión de horror y de impacto. Se fue palideciendo. Algo muy duro había visto. De repente, se incorporo, levanto su mano como saludando y se fue a su estudio privado. Lo siguieron y le preguntaron: ¿Que le sucede su Santidad? ¿Se siente mal?
El respondió: "¡Oh, que imágenes tan terribles se me han permitido ver y escuchar!", y se encerró en su oficina.



¿Qué vio León XIII? "Vi demonios y oí sus crujidos, sus blasfemias, sus burlas. Oí la espeluznante voz de Satanás desafiando a Dios, diciendo que el podía destruir la Iglesia y llevar todo el mundo al infierno si se le daba suficiente tiempo y poder. Satanás pidió permiso a Dios de tener 100 años para poder influenciar al mundo como nunca antes había podido hacerlo." (esta más que claro a que se referia con aquello del siglo pasado como el actual, en especial a partir de los años 60 en adelante).


También León XIII pudo comprender que si el demonio no lograba cumplir su propósito en el tiempo permitido, sufriría una derrota humillante. Vio a San Miguel Arcángel aparecer y lanzar a Satanás con sus legiones en el abismo del infierno.



Después de media hora, llamo al Secretario para la Congregación de Ritos. Le entrego una hoja de papel y le ordeno que la enviara a todos los obispos del mundo indicando que bajo mandato tenia que ser recitada después de cada misa, la oración que ahí el había escrito.





Oración:



"San Miguel Arcángel,
defiéndenos en la batalla.
Sé nuestro amparo
contra la perversidad y asechanzas
del demonio.
Reprímale Dios, pedimos suplicantes,
y tú Príncipe de la Milicia Celestial,
arroja al infierno con el divino poder
a Satanás y a los otros espíritus malignos
que andan dispersos por el mundo
para la perdición de las almas.
Amén."

(Aunque no es obligación, se puede continuar con gran provecho la práctica de rezar esta oración después de la Santa Misa como se hacía antes del Conc. Vat. II.)

miércoles, 17 de junio de 2009

Los Libros Litúrgicos


Se llaman libros litúrgicos a los que contienen las preces y ceremonias determinadas por la Iglesia católica para la administración de los Sacramentos, celebración de la Misa y ejercicio de las demás funciones sagradas.

En un primer momento las comunidades cristinas no contaban con libros litúrgicos. El período de la formación de los libros litúrgicos empieza en los primeros siglos. Tuvo un impulso particular durante la época carolingia, cuando Carlo Magno mandó hacer un sacramentario que poco a poco se fue extendiendo por todo el Imperio.

Los sacramentarios

El libro litúrgico de más importancia en la antigüedad era el Sacramentario, pues bajo este nombre se entendía una especie de Misal incompleto que reunía las preces u oraciones comunes para la confección de la Eucaristía y que fueron recopiladas y fijadas por los Sumos sacerdotes.... El sacramentario 'veronense' o 'leoniano' es una recolección de textos litúrgicos de diversas fuentes (por ejemplo, hay unos treinta formularios para la misa de san Pedro y san Pablo). Dado que la mayoría de las fórmulas provienen de tiempos del Papa León I el Magno ha tomado ese nombre. Está incompleto pues no ofrece textos para las celebraciones de Cuaresma, Pascua y tampoco el canon.

El sacramentario gelasiano atribuido impropiamente al Papa Gelasio I, se conserva en la Biblioteca Vaticana. Se sabe que fue elaborado en un monasterio cerca de París hacia el año 750. Contiene propuestas de misas para todo el año y para algunas otras celebraciones como ordenaciones sacerdotales y diaconales, penitencia, bautismo, etc. La base es la liturgia romana pero influida por oraciones y plegarias galicanas.

El sacramentario gregoriano llega a nosotros a través de las recopilaciones que se hicieron a fines del siglo VIII. Sin embargo, se trata de una colección de sacramentarios que se usaban ya en tiempos de Gregorio Magno. Sus textos son el modelo de las formas litúrgicas posteriores al Concilio Vaticano II debido a su sobriedad y sencillez.

Leccionario


Es el libro empleado en las celebraciones litúrgicas para proclamar textos de la Sagrada Escritura.

En los primeros tiempos del cristianismo, al inicio de las celebraciones, se leían los libros de los profetas y del Pentateuco pero no de manera sistemática ni según un orden dado por alguna autoridad. Seguramente se seguía el método de las sinagogas donde cada persona que pasaba a leer continuaba el texto desde donde se habían quedado la vez anterior. Ya en la Apología de Justino y en las Constitutiones apostolicas (del siglo III) se indica que tras la lectura de algún texto del Antiguo Testamento se procedía a leer alguna epístola o los hechos indicando expresamente que el evangelio era leído solo por el sacerdote o el diácono.

Los libros usados en este período eran transcripciones completas de los textos sagrados con indicaciones al margen para el día o el período en que debían ser usados. Por ello, se prepararon también listas o enumeraciones de los textos para encontrar más fácilmente la lectura que correspondía cada día. A estas listas se las llamó “Capitularia Evangeliorum” o “Capitularia lectionum”.

Durante el siglo IV y tras la formación todavía incipiente del calendario litúrgico, se comienza a elaborar una sistematización de los textos de acuerdo con los períodos y las fiestas. El texto de la peregrina Egeria (hacia el año 384) contiene una expresión de la admiración porque en las celebraciones litúrgicas de Jerusalén se hacen lecturas adaptadas al día y a la zona.

A partir de las colecciones de homilías de Ambrosio de Milán y Agustín de Hipona se ha podido reconstruir el leccionario en uso en aquellos tiempos. Para el pontificado de León Magno el leccionario se encuentra completamente fijado.

En el siglo VI nacen propiamente los leccionarios al realizarse libros para uso litúrgico con los textos de lecturas para cada día. Se incluían en ellos los textos del Antiguo y del Nuevo Testamento, pero el evangelio se colocaba aparte en libros llamados “Evangeliarios”.

Hacia el siglo XI los leccionarios comenzaron a desaparecer pues se publicaron libros que contenían toda la misa, incluidas las lecturas.

Después de la reforma litúrgica solicitada por el Concilio Vaticano II y teniendo en cuenta el mayor realce que se da en ella a la lectura de los textos, se comenzaron a imprimir nuevamente los leccionarios y evangeliarios de manera que pudieran ser usados en procesión al inicio de la Santa Misa.

Otros textos

el Antifonario, con los introitos, gradual, ofertorio, etc. Cuyo principal autor es el citado San Gregorio.
el Misal, que en un principio era el Sacramentario y que después fue completándose con los otros libros enumerados, hasta constituirse en Misal plenario hacia el siglo IX y quedar en esta forma, único para las iglesias menores. Actualmente, el Misal ya no es plenario, pues contiene las oraciones de la Misa, pero no las lecturas. Estas están recogidas en el Leccionario.
el Bendicional, que reúne las bendiciones de la Iglesia y se atribuye en gran parte a San Gregorio Magno
el Pontifical romano y el Ritual, que abrazan respectivamente las oraciones y prácticas de los obispos o de los párrocos en la administración de los Sacramentos que les incumbe.
el Liber oratorium u Officiarium, libro primitivo de rezo.
el Breviario, o libro del rezo eclesiástico para la Liturgia de las Horas, llamado así por haberse determinado en forma breve desde el siglo XI por San Gregorio VII y más aún por San Pío V en el siglo XVI
el Martirologio, que contiene la lista de santos canonizados con una breve reseña de cada uno, y que en forma sencilla viene de los primeros siglos de la Iglesia y que, reducido a un códice regular, data de San Jerónimo, siglo IV.
En España, se usaban durante los primeros siglos de la Reconquista libros litúrgicos según el rito mozárabe el cual no era sino la continuación del visigodo, fijado por San Isidoro en el Concilio IV de Toledo (año 633) y descendiente de tradiciones apostólicas. En el último tercio del siglo XI se abolió el rito mozárabe para toda España, sustituyéndolo por el romano, que mandó San Gregorio VII. Pero quedaron algunos restos de aquella liturgia inicial.

Una Reflexión sobre Summorum Pontificum y el Rol de la Pontificia Comisión Ecclesia Dei, antes y después de septiembre de 2007


Por Leo Darroch,
Presidente Ejecutivo de la Federación Internacional Una Voce

2 de junio de 2008

Desde la promulgación de Summorum Pontificum, en julio de 2007, ha habido una gran alegría entre aquellos fieles de la Iglesia Católica que desean conservar las tradiciones y proteger la tradición. No cabe duda que la declaración del Papa Benedicto de que el Misal de 1962 nunca había sido abolido, y la libertad que les ha garantizado a los sacerdotes del Rito Romano para celebrar esta forma de la Misa, ha producido un gran incremento en las celebraciones de este antiguo y venerable rito. Sin embargo, también está claro que la promulgación de este Motu Proprio ha llevado a formular muchas preguntas sobre la manera de la celebración y las rúbricas que se aplican al Misal revisado por el Bienaventurado Juan XXIII. Pareciera que hay algunos, incluidos varios obispos, que deliberadamente desean crear confusión y disenso para tratar de disuadir a los sacerdotes y a los fieles de beneficiarse de la solicitud del Santo Padre, e insisten que los desarrollos posteriores a 1962 (tales como la Comunión en la mano, y las mujeres servidoras del altar) son perfectamente válidos en las Misas celebradas de acuerdo al Misal de 1962. Por otro lado, están quienes tienen preguntas genuinas sobre lo que está permitido durante la celebración de la forma Extraordinaria de la Misa. Día tras día más preguntas inundan a la Comisión Pontificia Ecclesia Dei (PCED) con cartas pidiendo respuestas y aclaraciones; a tal grado que ha sido preparado un documento que busca aclarar estas materias de una vez por todas. Nos han aconsejado esperar pacientemente la publicación de este documento. Como dejo en claro en mi informe a la (PCED) del 29 de abril de 2008, creo que “Summorum Pontificum” (y Quattuor Abhinc Annos [QAA], y Ecclesia Dei Adflicta [EDA] antes) deberían ser interpretados de acuerdo a la mentalidad del Legislador en su deseo de compensar, entre otras cosas, lo que muchos Católicos tradicionales creen haber sido abusos de sus aspiraciones legítimas. Creo que aquellos que busquen modificar las directivas de “Summorum Pontificum” para incorporar los cambios posteriores a 1962 deberían informarse que ellos libremente puede avalar los del Novus Ordo en latín, en donde la mayoría de las adaptaciones ya están listas, o pueden ser adoptadas sin la menor dificultad. El Ordo de 1965 y la Missa Normativa de 1967 eran, por su propia naturaleza, sólo estados transitorios y temporarios y perdieron cualquier significancia particular una vez que fue publicado en 1969 la edición del Misal Romano por el Papa Pablo VI. No hay en consecuencia ningún sentido para animar la adopción de elementos de aquellos ordos como parte de una genuina y natural evolución del Misal de 1962, el cual sigue siendo la única expresión legítima de la forma Extraordinaria del Rito Romano, tal como es definida por Su Santidad el Papa Benedicto XVI.


Recientemente hubo una gran publicidad en torno a la carta expedida por la PCED en 1997 y firmada por su entonces Presidente, el Cardenal Felici, y por Monseñor Perl, el Secretario. Esta carta permite un cierto número de modificaciones a las celebraciones del Misal de 1962 en lo relativo a la Epístola, el Evangelio, Gloria, Credo, Pater Noster, y los Prefacios del apéndice del Missale Romanum de 1965 y de 1970. Éstas (modificaciones) han sido substituidas por las estipulaciones del “Summourm Pontificum”. Si el Supremo Pontífice hubiera querido previamente determinar la observancia litúrgica de alguna cláusula, lo hubiera establecido con razón en su Motu Proprio del 7 de julio de 2007. En el medio de toda esta confusión puede quizás darse alguna cuestión singular que explicar y pueda llegar así a constituir la respuesta a varias dudas irrelevantes, naturalmente, siempre vistas dentro del contexto.


El Santo Padre no podría haber sido más claro afirmando lo que entendía y entendiendo lo que afirmaba. Constantemente se refiere al Misal de 1962, o al Misal de 1970. No hay ninguna ambigüedad; se trata de una opción bien directa entre una cosa o la otra. No hay ninguna opción intermedia.


Con toda la autoridad de Pedro, el Supremo Legislador declaró “Nosotros Decretamos”. Luego declaró con relación al Misal del Bienaventurado Juan XXIII¬:
● que “se le debía dar debido honor por su venerable y antiguo uso” (art. 1);
● que el sacerdote puede usar “el Misal Romano promulgado por Juan XXIII en 1962, O (énfasis mío) el Misal Romano promulgado por el Papa Pablo VI en 1970” (art. 2);
● En las parroquias el párroco puede “celebrar la Misa de acuerdo al rito del Misal Romano publicado en 1962” (art. 5).

La única concesión otorgada por el Papa Benedicto en el Motu Proprio es el artículo 6 donde se declara: “En las Misas celebradas en presencia del pueblo de acuerdo al Misal del Bienaventurado Juan XXIII, las lecturas DEBEN (énfasis mío) hacerse en vernáculo, usando ediciones reconocidas por la Sede Apostólica”.


Por lo tanto la idea del Papa Benedicto en el Motu Proprio es muy clara, es o el Misal de 1970, o el Misal de 1962. Su Santidad sigue sosteniendo lo mismo en este tema en su Carta a los Obispos que acompaña el Motu Proprio. Manifiesta que “la última versión del Missale Romanum anterior al Concilio … en 1962 y usada durante el Concilio, será ahora usada como Forma extraordinaria de la celebración litúrgica”. También declara que “No hay ninguna contradicción entre las dos ediciones del Misal Romano”; y indica, una vez más, que mientras no hay ninguna contradicción, hay una distinguible diferencia entre los dos Misales.


Y ahora voy al nudo de mi argumento. Un indulto es un permiso, o privilegio, otorgado por una autoridad eclesiástica competente –la Santa Sede o los ordinarios locales según sea el caso– para una excepción hecha a una norma particular de la ley de la iglesia en un caso individual. Ambos documentos, Quattuor Abhinc Annos de 1984, y Ecclesia Dei Adflicta de 1988 fueron concedidos bajo la opinión generalizada de que el Misal de 1962 había sido abrogado (abolido) después de la publicación del Misal del Papa Pablo VI en 1970. Las motivaciones de QAA y EDA habrían sido muy diferentes. EDA (después de lo informado por la comisión de cardenales y obispos en el año 1986) pudo haber sido pro bono pacis pero esto no podría ser aplicado a QAA.


En su Carta a los Obispos el Papa Benedicto afirma:
“para el uso del Misal de 1962… quisiera poner la atención en el hecho que este Misal nunca fue abrogado y consecuentemente, en principio, estuvo siempre permitido”.

En Summorum Pontificum repite esto mismo con todo el peso de la ley y declara:
“…por lo tanto, se permite celebrar el Sacrificio de la Misa siguiendo la edición típica del Misal Romano promulgado por el Bienaventurado Juan XXIII en 1962 que nunca fue abrogado … Las condiciones para el uso de este Misal dadas por los documentos anteriores ‘Quattuor abhinc annos’ y ‘Ecclesia Dei’ son substituidas por las siguientes:” (art. 1)
Ambos indultos fueron substituidos en la medianoche del 13 de septiembre de 2007 cesando de tener fuerza de ley. Son redundantes, obsoletos.


El Papa nos ha dado dos afirmaciones muy claras: que el Misal de 1962 nunca fue abrogado, y que la Carta Apostólica “Summorum Pontificum” que ha dado el Motu Proprio reemplaza a los indultos QAA y EDA. La variedad de permisos/modificaciones otorgados por la PCED fueron garantizadas durante el período de los indultos. La lógica dicta por lo tanto que si el Misal 1962 nunca fue abolido y que el Santo Padre afirme que las condiciones puestas en los documentos anteriores (QAA y EDA) para el uso del Misal de 1962 son substituidas con efecto desde la medianoche del 13 de septiembre de 2007, entonces, todos los permisos, interpretaciones, relajaciones, modificaciones, y todo lo que surja del QAA y EDA deben también ser “substituidos” desde la medianoche del 13 de septiembre de 2007 y no ser ya más aplicados. El Papa ha aclarado la situación que ha existido desde 1970 y ha limpiado del pizarrón lo relativo a los indultos de 1984 y 1988. El 14 de septiembre de 2007 nos ha traído un nuevo comienzo en el entendimiento de la normativa, uno que se basa en principios jurídicos y no en la concesión de un privilegio.


Aceptado que todas las concesiones y privilegios que fueron otorgados bajo QAA y EDA quedan substituidos por la nueva ley, ¿cuál, es entonces, la posición actual? Más que claro está que hemos empezado un nuevo capítulo. Desde el 14 de septiembre de 2007 empezamos otra vez con el Misal de 1962 que no ha sido tocado, sin sufrir modificaciones o adaptaciones. En su Carta a los Obispos, el Papa Benedicto reconoce que algún cambió tendrá lugar, en lo cual él es muy específico, y habla de un tiempo futuro, no del pasado. Dice:
“nuevos Santos y algunos de los nuevos Prefacios pueden y deben ser insertados en el antiguo Misal. La Comisión Ecclesia Dei, en contacto con varios cuerpos devotos al usus antiquior, estudiarán las posibilidades prácticas en vista a ello”.


En efecto, ningún cambio puede hacérsele al Misal de 1962 hasta que la Comisión Ecclesia Dei implemente la voluntad del Santo Padre y consulte a los “varios cuerpos” afines al usus antiquior. Podría suponerse que la primer acción de la Comisión Pontificia sería el establecimiento de la lista de “cuerpos” a ser consultados; y recién cuando los “varios cuerpos” hayan sido identificados puodrá empezar el proceso de estudio sobre las posibilidades prácticas de insertar nuevos Santos y nuevos Prefacios. Deberíamos estar ingresando en un período de silenciosa diplomacia y consulta durante el cual el Misal de 1962 debería permanecer sin modificaciones. Involucrados en este proceso apropiadamente estructurado tendremos un gran número de beneficios. Aquellos que temen que el Misal de 1962 sea adulterado poco a poco, como pasó durante los 60’, deberían tener confianza que nada se cambiará hasta que tenga lugar un serio debate entre la PCED y los afines a la antigua tradición litúrgica latina, y la PCED será capaz de manejase en la tarea confiada por el Papa Benedicto XVI sin que se ahogue por las diarias solicitudes de aclaraciones en muchas materias, algunas de las cuales son triviales y sólo sirven para abrumar al equipo de la Comisión y desviarlo del trabajo más importante para el se lo ha destinado.

Foederatio Internationalis Una Voce

domingo, 14 de junio de 2009

¿Qué es Archicofradía de La Guardia de Honor del Sagrado Corazón de Jesús?



En los comienzos del año 1863, el deseo de glorificar al Corazón de Jesús inspiraba a una Religiosa del Monasterio de la Visitación de Bourg (Ain), Francia, la idea de santificar el deber de estado cotidiano por la ofrenda especial de una Hora de Guardia en reparación de los pecados, públicos y privados, por los cuales Nuestro Señor sufrió en su agonía y derramó su sangre en la cruz.

Gracias a esta piadosa práctica se establecería una cadena espiritual permitiendo a cada uno comprender mejor la solidaridad del género humano en el pecado y en la redención.

Los principios fueron modestos. El 13 de marzo de 1863, tercer viernes de Cuaresma, en que entonces se celebraba la fiesta de las Cinco Llagas de Nuestro Señor, la Hermana María del Sagrado Corazón Bernaud, diseñaba un cuadrante en el que figuraban las Horas de Guardia distribuidas entre las Religiosas de la Comunidad. Antes de finalizar aquel mes, tres miembros del clero y 18 fieles se unían a ella. Muy poco tiempo después, el Excmo. Sr. Obispo de Belley y otro Prelado daban su nombre a la Obra naciente.

El movimiento se extendió y el 9 de marzo de 1964, Mons. de Langalarie, Obispo de Belley, erigía en el Monasterio de la Visitación una Cofradía bajo el título de Guardia de Honor del Sagrado Corazón de Jesús.

El 7 de abril de 1865, apenas transcurridos dos años desde sus comienzos, un Breve Pontificio concedía a los Asociados siete años de indulgencia por la Hora de Guardia. El Beato Pío IX no se contentó con bendecir la nueva Obra, sino que formó también parte de ella, aprobada ya en cuarenta y cuatro Diócesis.

En fin, el 26 de noviembre de 1878, la GUARDIA DE HONOR, era erigida en Archicofradía para Francia y Bélgica. Seguidamente otras 19 Archicofradías nacionales han sido erigidas en otros tantos países. Y hoy día existe muy floreciente en España, Italia, Estados Unidos, Suiza, Inglaterra, México, Uruguay, Canadá, Alemania, Brasil, Portugal, Colombia, Chile, etc.

El título "Guardia de Honor" no tiene hoy, sin duda, las resonancias que evocaba hacia mediados del siglo diecinueve. Nuestra época es igualmente refractaria a cierta manera de enfocar la reparación. Pero puede suceder que haya en esto algunas ideas falsas y equivocadas.

Una "Hora de Guardia" se puede entender de una manera demasiado pasiva, como un soldado que, con el fusil al hombro, vigila la entrada de un Cuartel General. Pero se puede entender también, de una hora de servicio activísimo, hora de guardia de un telefonista que, en plena batalla, asegura la comunicación entre los jefes y sus tropas, o la jornada de guardia de un médico que, el Domingo, está atento a todas las llamadas que le puedan hacer. Las palabras pasan, pero las realidades que ellas nos indican, permanecen.

Si se comprende bien, la Hora de Guardia expresa muy sencillamente la idea que durante un corto espacio de tiempo, un cristiano, un religioso, un sacerdote, se esforzará por vivir más plenamente su unión con Cristo, no teniendo otra intención que la suya, otros pensamientos ni otros sentimientos, que los pensamientos y los sentimientos del Corazón de Jesús.

Las fórmulas adoptadas hasta el presente por la GUARDIA DE HONOR hablan de la "ofrenda" de una Hora de Guardia para santificar el deber de estado cotidiano. Traduciendo su significado para los hombres de nuestro tiempo, la ofrenda, análoga a la que hacen los Socios del Apostolado de la Oración, no es solamente una práctica de piedad, sino que debe informar toda nuestra vida. No se trata de atesorar horas de Guardia como se guardan en un cofre las onzas de oro, o como se hace un depósito en los fondos de cualquier Sociedad, sino de vivir intensamente su vida de todos los días, dándole una orientación profunda que la unirá a Cristo y nos hará corredentores.

En teoría, esto debería extenderse a toda la vida, sin interrupción ni división. Pero ¿quién puede lisonjearse de vivir así, sin desfallecer, de la mañana a la noche, desde el primer viernes de mes hasta el siguiente? Los teólogos discuten por saber cuántas veces será preciso hacer actos explícitos de caridad para que el mérito sea verdadero, con mayor razón podemos pensar que sólo los Santos pueden hacer de su vida una ofrenda continua.

Vivir una Hora de Guardia es, pues, tratar de probar a Nuestro Señor que se quiere pertenecerle totalmente, rescatarse a sí mismo por los méritos de la Pasión y contribuir a extender sobre el mundo los beneficios de la Redención. Una hora es mucho para quien comienza, es poco para quien avanza en la vida espiritual. La práctica de la Hora de Guardia conduce insensiblemente a orientar toda la jornada diaria hacia los intereses del Reino de Dios.

La Hora de Guardia es análoga a la práctica de retiro mensual o del examen diario. Tiene la ventaja de ser más exigente y más fiel. No pide ningún cambio en las ocupaciones, sino solamente que se tenga conciencia de nuestra unión con Cristo. De la necesidad de vivir en Él y por Él para llevar fruto. No solamente el soldado, el telefonista, el médico que antes nos han servido de ejemplo, sino la madre de familia, el obrero que lima el hierro o ensambla maderos, el labrador que siembra y cultiva la tierra, el albañil que construye, el ingeniero que inventa una máquina, pueden encontrar en esta práctica la ocasión de mayor santificación propia y un apostolado más auténtico.

Un cristiano no puede, en efecto, dispensarse de ser apóstol. La oración que no condujera al apostolado sería una oración sospechosa. El cumplimiento del deber de estado es el primer paso en este camino real, siendo mucho más costoso de lo que se piensa. Después se continúa por las diversas formas de apostolado de los laicos, especialmente por la Acción Católica que los últimos Papas no han dejado de recomendar. Pero cuanto más pretendamos hacer directo y eficaz nuestro apostolado, tanto más debemos vigilar a fin de que se mantenga profundamente sobrenatural. Es Dios quien tiene la iniciativa, Él nos llama a demostrar nuestro amor. Una Hora de Guardia pasada junto al Corazón de Cristo dará a las obras emprendidas una eficacia que difícilmente tendrían sin ella. Asociándonos en esta Hora al misterio de sus sufrimientos, nos llevará también a unirnos a los goces de su resurrección y a caminar en adelante bajo el soplo divino del Espíritu de Pentecostés.

Desde su origen esta Hora de Guardia ha sido ofrecida en espíritu de reparación. El pecado tiene múltiples aspectos: es desobediencia, ingratitud, negación al amor; pero constituye también un desorden espiritual cuyas consecuencias atacan a Cristo en sus miembros. Sería falso reducir la gravedad del pecado únicamente al mal que puede hacer al prójimo, cuando en verdad herimos más a menudo al Corazón de Jesús por nuestra actitud hacia nuestros hermanos. "Si me amáis - dice Jesús - guardad mis mandamientos". Y San Juan nos que dice por el amor al prójimo se pasa de la muerte a la vida. Reparar será, pues, tener conciencia de que el pecado es un desorden en nuestras relaciones con Dios, será tenerla también del desorden que introduce en el mundo.

Hacer la "Hora de Guardia", no será por lo tanto, solamente "ofrecer" esta Hora al Corazón de Jesús, sino vivir el deber de estado como el Señor nos pide vivirlo. Será cumplir nuestra misión de hombres, pero hacerlo tan bien que quede todo transformado y cada uno pueda decir en unión con sus semejantes: "Yo vivo, no, ya no soy yo el que vive, es Cristo en mí".

Si Cristo vive así en nuestros corazones. Si el Espíritu Santo, Espíritu del Padre y del Hijo, anima de este modo nuestra existencia; si relevándonos de hora en hora aseguramos una guardia vigilante sobre nosotros mismos y sobre el mundo que nos rodea, con los ojos fijos interiormente en el Señor, qué cadena de oración, de fe, de esperanza y de caridad se forjará contribuyendo a neutralizar y a contrarrestar poco a poco el desorden del mundo.

La reparación no será entonces un "sustitutivo" secundario de la verdadera vida, sino un espíritu que nos haga participar en todo momento de la Redención por la cual el Hijo de Dios ha reparado y repara aún un mundo destrozado, curando sus heridas, asumiendo y llevando a la perfección todas las riquezas naturales de este mundo.

Los Soberanos Pontífices han demostrado siempre su benevolencia y alentado a la GUARDIA DE HONOR. "Deseamos de todo corazón, escribían desde el Vaticano con ocasión del Centenario de la fundación de la obra (1963), que la práctica de la Guardia de Honor que puede ser tan útil al progreso interior de todos, simples fieles, militantes de Acción Católica, aún religiosos y sacerdotes, no pierda nada de su atractivo. La presencia frecuente de cada uno, a intervalos regulares, junto al Corazón de Jesús, lejos de ser incompatible con los trabajos apostólicos o formas actuales de piedad, puede ser un manantial poderoso para ellos, semejante al de las energías de que tiene necesidad cada sector de la actividad religiosa.

Después de Pío XII y Juan XXIII, por no citar sino a los más recientes, Pablo VI y Juan Pablo II se han dignado enviar su paternal Bendición apostólica a la Archicofradía.

En Santiago de Chile, la Guardia de Honor del Sagrado Corazón de Jesús fue erigida canónica-mente por el Ilmo. y Rvmo. Sr. Arzobispo, Dr. Don Mariano Casanova en la capilla del Monasterio de la Visitación el día 30 de mayo del año 1902. Gracias al celo de la Hna. Manuela Osorio la Archico-fradía tuvo una rápida expansión a partir de 1907, llegando a tener en el año 1949 casi diez mil asociados. Después de un período de decaimiento, la Hna. María Josefina García Huidobro reorganizó la Guardia de Honor en junio de 1990 con la ayuda y el empuje de un puñado de jóvenes entusiastas y amantes del Corazón de Jesús. Actualmente, la Archicofradía de Santiago, unida indisolublemente a la Orden de la Visitación, es dirigida por el Pbro. Milan Tisma.

lunes, 8 de junio de 2009

IGLESIA DE SAN IGNACIO DE LOYOLA DE SANTIAGO





Historia
IGLESIA SAN IGNACIO
(De los PP Jesuitas)

Historia y Arquitectura

El 15 de diciembre de 1867 se pone la primera piedra de la Iglesia San Ignacio. Años más tarde, el 17 de noviembre de 1872 es bendecida por el Obispo de Kansas City, Juan bautista Miege S.J., quien estaba de paso en Chile.

Fue diseñada y construida por el arquitecto italiano Eusebio Chelli. De estilo Neo-clásico sobre la puerta de entrada se colocó un lema en latín que dice:

Haec est domus Dei et porta coeli

“Esta es la casa de Dios y puerta del cielo”, invitando así, a toda persona para que se acerque con fe a Dios.

Es importante destacar que Eusebio Chelli diseñó y construyó también, el Templo de la Recoleta Dominica (ubicado en la Avenida Recoleta) y el palacio de la Embajada de Brasil ( ubicado a 2 cuadras hacia el poniente de la Iglesia).

ESTA IGLESIA HA SIDO CENTRO DE LA VIDA
RELIGIOSA DESDE 1872
Si miramos el templo desde el frente, podemos observar las torres que fueron proyectadas por Don Eugenio Joannon. Se edificaron entre 1899 y 1900. Tienen 47 metros de altura y pesan 20 toneladas cada una. La del lado izquierdo posee un reloj de cuatro esferas, fabricado en Bilbao, e instalado en 1901 por Evaristo Molina. La torre del lado derecho posee unas campanas que se deben tocar en forma manual. Deseaban los padres colocar en esta torre la enorme campana que adornaba la antigua Iglesia de los jesuitas, que fue destruida por un trágico incendio el 8 de diciembre de 1863, ubicada en los jardines del actual Congreso Nacional de Santiago. Con la intervención del Presidente Errázuriz y su ministro Don Aníbal Pinto, fue devuelta a los padres jesuitas, quienes la fundieron y formaron dos de las tres campanas que finalmente se ubicaron en dicha torre.

El cielo del interior de la Iglesia tiene unas maderas pintadas y un artesonado de estilo Neo- Clásico, que representan elementos vegetales estilizados.

ALTAR MAYOR

LA INMACULADA CONCEPCIÓN DE LA VIRGEN MARÍA
En el altar mayor encontramos la pintura de la Virgen María, obra realizada por el pintor Pietro Galiardi. María, como Madre de Jesucristo es Madre de la Iglesia, por encargo del Señor en la cruz. Por eso su imagen preside este Templo. Este altar mayor tiene un retablo dorado de estilo Neo- barroco. El presbiterio es la sección interior más nueva que tiene el Templo ya que allí se encuentra el nuevo altar justo bajo la cúpula que ilumina, desde el cielo, el interior.

SAN IGNACIO DE LOYOLA
Obra del pintor Francesco Grandi. Ignacio de Loyola era un hidalgo vasco, quien sintió, ya entrado en años, el ansia de entregarse a Jesucristo, primero en una vida penitente y ermitaña; y luego, como un misionero al modo de los apóstoles. Juntó un grupo de amigos y compañeros y fundó en 1534 la Compañía de Jesús, aprobada por el Papa en 1540. Se le representa cuando- como peregrino en viaje a Roma- recibe de Jesucristo que ‘la recibe’ en la intimidad de la trinidad Divina. Es la entrada del santo junto con sus compañeros a Roma, llevando las reglas de la Compañía al Papa.

SAN FRANCISCO JAVIER
Noble Navarro, a quien Ignacio lo convención de que se uniera a él para fundar con otros la Compañía de Jesús. Es el modelo ideal del jesuita y es el patrono espiritual de todos los misioneros católicos del mundo. Muere a los 46 años en la Isla de Sancián, frente a las costas de China. Sus restos descansan en Bombay (India)

SAN ALBERTO HURTADO

Obra del pintor Claudio Di Girólamo. Se preocupó especialmente de los jóvenes, de los pobres, de los pecadores. Fue canonizado por el Papa Juan Pablo II en 2005. En este mismo lugar existe una pequeña reliquia del santo y a un costado se ubica el confesionario que usaba el Padre Hurtado diariamente para confesar a tantas personas por más de una hora.

EL VÍA CRUCIS
El Vía Crucis que representa la pasión de nuestro Señor Jesucristo, fue pintado al óleo en Roma y regalado de Doña Felipa Ossa Ceroz. Adorna los muros de la Iglesia desde el 11 de mayo de 1914.

SAN MARIO
Las reliquias de San Mario, mártir del siglo III, estuvieron ocultas por muchos años en el interior de la Iglesia hasta que por casualidad fueron encontradas el 24 de junio de 1994. San Mario fue un mercader persa que peregrinó con su familia hasta Roma. Por su fe fue martirizado junto a su familia en las persecuciones que hicieron los romanos. Sus reliquias fueron traídas de Roma, de las catacumbas, en el siglo XVIII por el Padre Haymbhausen, ocultas dentro de esta imagen de cera que encargó en su tierra natal, Baviera. Estos restos fueron traídos especialmente para acrecentar su devoción en nuestro país. Se encuentran ubicados bajo el altar donde está la pintura de San Ignacio.

EL ÓRGANO
Otro elemento que permite la integración de la persona con el ambiente de reflexión y paz se vive al interior del templo es el gran órgano francés constituido por más de 2.200 tubos. Con sus 33 registros y sus 3 teclados manuales, este instrumento es uno de los más grandes de Santiago y el país.

LA CRIPTA FUNERARIA


Ningún documento nos cuenta cuándo fue construida. Sólo podemos afirmar cuándo la descubrimos. Fue en marzo de 1999. Su único acceso era desde la capilla llamada del “ Santo Cristo” ( antes, “ buena Muerte”). Este acceso fue misteriosamente bloqueado a fines del siglo XIX, embaldosándose encima. El hallazgo fue casual. Dentro se encontraron dos grandes cajones llenos de huesos ordenados y limpios, correspondientes a unas cuarenta personas y una botellita de vidrio que contenía el único documento, fechado en 1889 y formado por el Rector de entonces en él decía:

El abajo firmante, Rector del Colegio de San Ignacio de la Compañía de Jesús certifica que los restos contenidos en este cajón fueron hallados hace un mes en el osario de la bóveda de la antigua Iglesia de la Compañía que ocupaba el solar que hoy ocupan los jardines del Congreso que se está construyendo junto a la calle de la Bandera. Son restos de PP. Y HH. De la antigua Compañía.
Santiago, enero 16 de 1889. Antonio Garriga S.J.

En ella se encuentran también, reliquias de varios santos, entre ellos, San Ignacio.

viernes, 5 de junio de 2009

Beatificación de los Papas Pio IX y Juan XXIII



Entre aplausos y repudios

La beatificación conjunta de los dos papas que convocaron respectivamente los concilios Vaticano I (1869-1870) y Vaticano II (1962-1965), es decir de Pío IX y Juan XXIII, llevada a cabo por Juan Pablo II el pasado 3 de septiembre, ha suscitado en muchas partes, y sin duda seguirá suscitando, muy encontradas reacciones. Si la opinión pública en general aplaude casi sin reservas el honor concedido a Juan XXIII (1958-1963) -el Papa bueno, “abierto al mundo”, “moderno”, “conciliador”, “de amplio criterio”, a quien se le atribuye la iniciativa de haber establecido “una nueva frontera cristiana, que libera a la Iglesia de un pasado anquilosado y rígido”, no ocurre lo mismo en el caso de Pío IX (1846- 1878). No es sólo en Italia, donde se da una especie de encono histórico por el hecho de que la tenaz defensa de los estados pontificios por parte del papa Pío obstaculizara (aunque no lograra impedir) la unificación de la nación. El historiador Roger Aubert reproduce el prejuicio más difundido sobre este Pontífice cuando en la “Historia de la Iglesia” de Fliche-Martin sostiene: “De cara a la opinión mundial, la postura más antipática de Pío IX fue la oposición sistemática a las llamadas libertades modernas: el Papa aparecía como un ser oscurantista, enemigo de los intereses del pueblo” (Vol. XXIX, pág.267).
La Asociación de historiadores de la Iglesia de habla alemana se había apresurado hacía meses a enviar una nota al papa Juan Pablo II, instándole a que se prescindiera de la anunciada beatificación de Pío IX: “Su rechazo por principio de derechos humanos como la libertad de conciencia, de religión y de prensa, por medio del así llamado ‘Syllabus errorum’ (1864) -argumentaba dicha nota- contradice masivamente las posiciones del Concilio Vaticano II. El Papa del Concilio Vaticano I tenía además un concepto tan sobredimensionado del Primado papal, que su beatificación no podría interpretarse en otras iglesias, particularmente las orientales, sino como una señal fuertemente anti-ecuménica”. Y continúan los historiadores germanos: “Con su a menudo simplista discurso en blanco y negro, Pío IX no distinguía por doquier sino la acción de Dios o del demonio, de Cristo o de Belial. No puede justificarse tal actitud con la situación defensiva de la Iglesia, pues había en aquel entonces no pocos obispos y cardenales que tenían una visión más amplia de los sucesos contemporáneos. De todos modos, la actitud del Papa revela una deficiencia tan grave de la virtud de la prudencia, necesariamente unida al ejercicio del primado de Pedro, que esto debería constituir un obstáculo para su beatificación. Ésta sólo contribuiría a proyectar una imagen distorsionada y humanamente inaceptable de la santidad” (Christ in der Gegenwart, junio 2000). Para concluir, la nota tampoco le ahorra al Papa el sambenito del antisemitismo, reproche ávidamente recogido por la prensa norteamericana.
Según la prestigiosa revista internacional de teología “Concilium”, de la que forman parte, entre otros, los teólogos Hans Küng y Jon Sobrino (seguimos la comunicación de “El Mercurio” de Santiago, aparecida el sábado 2 de septiembre), la beatificación de Pío IX “causará un daño considerable a la Iglesia Católica y hará dudar a muchos de la sinceridad de Juan Pablo II en favor de la reconciliación y la verdad en el mundo”. Y más adelante: “Dejando de lado su implicación política en la lucha por la libertad en Italia, Pío IX se opuso más que ningún Papa antes que él a todos los movimientos intelectuales y culturales de su época que eran favorables a la reforma. Se opuso especialmente a la libertad de conciencia”.
No es así como la intelectualidad de nuestro tiempo se expresa con respecto de Juan XXIII y de seguro el haber afirmado Juan Pablo II en su discurso de beatificación que “del papa Juan persiste en el recuerdo de todos la imagen de un rostro sonriente y de dos brazos abiertos en un abrazo al mundo entero” no habrá de provocarle los reproches amargos que le ha valido su defensa de Pío IX. Sin embargo, el hecho de que la máxima autoridad de la Iglesia haya querido proceder a la beatificación conjunta de ambos pontífices, obliga a reflexionar sobre las “no pocas semejanzas en el plano humano y espiritual que -más allá de las apariencias- unía a ambos papas, que vivieron en contextos históricos muy diferentes” (Discurso de la beatificación). En efecto, aquellas “apariencias” que son la causa de la habitual contraposición entre Juan XXIII y Pío IX, entre el Vaticano II y el llamado “espíritu pre-conciliar”, derivan de cierta “imagen” que sus contemporáneos se formaron de aquellos hombres santos (y de los concilios por ellos convocados) y a la que adhieren tenazmente, aun en contra de no pocas evidencias históricas, las generaciones siguientes. La Iglesia, siguiendo a Cristo, tiene que dar siempre “testimonio de la verdad” (Jn 18,37) , aunque resulte difícil o desagradable para la opinión pública, confiando en que “todo el que sea de la verdad escuchará su voz” (Jn 18, 37 b). En este caso se requiere, pues, aplicar un honesto discernimiento con respecto de las “imágenes” de los papas beatificados, tan necesitadas de renovación, no sólo en el caso de Pío IX , sino también en el de Juan XXIII.

Génesis de una distorsión histórica
Giovanni Maria Mastai Ferretti había nacido en 1792 en Senigallia, provincia de Ancona. Su vocación sacerdotal fue madurando cuando, huésped de su tío Paulino, canónigo en Roma, frecuentaba un hospicio de huérfanos. Continuó este apostolado también después de su ordenación sacerdotal, ocurrida en 1819. Su participación en la misión de Monseñor Muzi, enviada a Chile y Argentina entre 1823 y 1825, le abrió por un lado los amplios horizontes de la Iglesia universal, por el otro le deparó el primer encuentro negativo con la intolerancia y rigidez de los regímenes liberales de los países a los que la misión papal había sido enviada. A su vuelta a Roma reanudó su trabajo con la juventud abandonada, esta vez como rector del Hospicio apostólico de San Miguel en Ripa Grande, favoreciendo la enseñanza de oficios prácticos para aquellos huérfanos.
A los 35 años de edad fue elegido obispo de Spoleto, cargo en el cual se desempeñó con celo y eficacia. No fue sorpresa entonces que ya en 1832 fuese promovido al arzobispado de Imola, situado en los estados pontificios. En 1845 envió a la Santa Sede un documento con 58 proposiciones relativas a una mejor administración de aquellos estados. Al año siguiente le tocó participar en el cónclave convocado a la muerte del papa Gregorio XVI, quien ya en 1840 le había nombrado cardenal. En el cuarto escrutinio Mastai Ferreti fue elegido Papa y, tomando el nombre de Pío IX, inauguraba el pontificado más largo de la historia de la Iglesia (35 años).
Desde el comienzo de su pontificado el Papa se vio envuelto en la vorágine histórica que significó el proceso de unificación de Italia. Ésta implicaba necesariamente el fin de los Estados Pontificios, a lo que Pío IX se opuso tenazmente. Ciertamente el Papa comprendía muy bien la causa de Italia, pero no podía por ello involucrarse en una guerra contra Austria, ni ceder ante las tendencias anticatólicas y anticlericales del gobierno piamontés, ni renunciar a la libertad espiritual de la Iglesia, garantizada por el Estado Pontificio. No se le puede acusar de no haber sabido prever una solución como la que finalmente se encontraría en 1929 mediante los Pactos de Letrán, que dieron origen al pequeño Estado Vaticano. Con el apoyo de Napoleón III el Papa logró mantener sus Estados hasta que en 1870 la derrota del emperador ante las tropas prusianas fue aprovechada por el gobierno de Víctor Manuel II para ocupar Roma y así poner término al poder temporal del papado.
Más crucial aún que esta lucha política fue su lucha espiritual, en cuyo centro se situaba el problema del liberalismo o de la “modernidad”, tanto en su doctrina como en su práctica. La Iglesia no podía aceptar acríticamente una evolución de las cosas y de las ideas que tendía abiertamente a la instauración de una sociedad no cristiana, fundada sobre las ideas agnósticas y relativistas de la Ilustración, sobre el convencimiento de un continuo progreso promovido por la sola razón humana, sobre la arrogancia de un Estado que se atribuía ser la fuente única del derecho. Y todo esto no se daba pacíficamente. En todas las naciones antiguamente cristianas se promulgaba leyes restrictivas de las congregaciones religiosas, se expropiaban los bienes eclesiásticos, se admitía el indiferentismo y el relativismo, se propugnaba una educación cada vez más dependiente del monopolio estatal, se obstaculizaba las actividades pastorales. Y esto se daba no sólo en la vieja Europa, sino también en las naciones iberoamericanas, con la solitaria excepción del presidente Gabriel García Moreno en el Ecuador, que en 1875 debía pagar con su vida su apartamiento de la hegemonía liberal-masónica, predominante en todas partes.
Se relacionaba con esta problemática la del llamado “catolicismo liberal”, es decir, la de aquellas tendencias que veían el futuro de la Iglesia en la aceptación positiva de la “modernidad” y, por lo tanto, no simpatizaban con lo que les recordara el Antiguo Régimen, anterior a la Revolución francesa. Se acababa de producir el caso paradigmático del sacerdote francés Felicité de Lammenais, que después de la era napoleónica lideraba una vigorosa renovación del catolicismo, pero en base al equívoco lema de una “Iglesia libre en un estado libre” . Intelectual brillante y sacerdote fervoroso, Lammenais no supo ni entender ni aceptar las advertencias del magisterio de la Iglesia, manifestado a través del papa Gregorio XVI y terminó en una amarga apostasía. Pío IX percibía el peligro del síndrome Lammenais en las propias filas y la experiencia de los Papas posteriores vino a poner en evidencia que el problema de la aceptación mal entendida de la “modernidad” por parte de muchos católicos no era algo exclusivo de su pontificado.
La condena por parte de Pío IX de ochenta principales errores de los tiempos modernos, compendiados en el llamado “Syllabus” de su encíclica “Quanta Cura” (1864), dejaba en claro que para el Papa no se trataba sólo de reaccionar en contra de un orden de cosas que desterraba a Dios de la vida pública y lo relegaba al rincón de las conciencias -si es que no lo declaraba “muerto”- sino al mismo tiempo de develar el origen filosófico de tales tendencias. De allí su catálogo de denuncias contra la mentalidad filosófica que había servido como ariete destructor de la concepción cristiana del universo y de la historia y que culminaba en la última proposición del “Syllabus” en contra de la idea de que “el Romano Pontífice podía y debía reconciliarse con el progreso, con el liberalismo y con la civilización moderna”.
Estas afirmaciones doctrinales, más la posterior proclamación de los dogmas de la infalibilidad y del primado del Papa (1870), provocaron vivísimas reacciones en los ambientes liberales de la época y explican, por otra parte, la enemistad de tantos historiadores y aun teólogos modernos. El mismo Pío IX en su alocución “Jamdudum cernimus” (1861) explicaba su postura: Nada más lejos de su pensamiento que atribuirle un rechazo de la civilización moderna entendida en el sentido de progreso técnico, bueno en sí mismo; o el acceso de las clases populares a la libertad política, ni la elevación del nivel cultural de todos. Lo que el Pontífice deseaba dejar en claro era que la Iglesia no podía llegar a componendas con sistemas incompatibles con la fe cristiana, y esos sistemas se resumían en aquella época en la noción de “liberalismo”. Los liberales -y toda la opinión pública de entonces era liberal- retrucaron acusándolo de querer volver al Ancien Régime, de cerrarse al progreso y a las libertades modernas y esta imagen distorsionada, renovada sin cesar por todos los “modernos”, se mantuvo hasta nuestros días y explican en gran parte las estridencias que trataron de perturbar la celebración de la beatificación.
Otra modalidad de esta oposición a Pío IX consiste en afirmar que el Vaticano II lo habría desautorizado, principalmente por la Declaración “Dignititatis humanae” sobre la libertad religiosa. Curiosamente concurren a esta misma constatación los extremos opuestos del espectro católico: por un lado los tradicionalistas, como Monseñor Lefebvre, que se quejan de que el Vaticano II habría roto la continuidad con el magisterio anterior, específicamente con el de Pío IX. Por el otro, los rupturistas, como el teólogo Charles Curran, que consideran el abandono de la posición anterior del magisterio como algo posible y hasta deseable en aras de un mayor “progreso” de la Iglesia. Pero, lo que condenaba Pío IX no es idéntico con lo que pretende decir positivamente el Vaticano II. Pío IX se oponía a la sentencia de que todos los cultos religiosos eran iguales y que, por lo tanto, la libertad de culto implicaba el indiferentismo. En cambio, el Vaticano II enseñaría que la dignidad de la persona humana exige siempre que el Estado no coaccione en materia religiosa a nadie, a menos que vaya en contra del orden público. Por tanto, no se dice lo mismo, pero sí hay una continuidad en el magisterio.

Juan XXIII: “imagen” y santidad verdadera.
Un discurso de beatificación no tiene por qué entrar en polémicas y refutaciones. Por eso las palabras de Juan Pablo II el 3 de septiembre no van mucho más allá de lo que todo el mundo aprecia en el papa Roncalli: “¡Cuántas personas se sintieron conquistadas por la simplicidad de su espíritu, unida a una amplia experiencia de los hombres y de las cosas!” ¿Quién no estaría de acuerdo con esta alabanza? Mas, la continuación del discurso papal roza ya de cierta manera el tema de la imagen de Juan XXIII, forjada y alimentada por los medios de comunicación. Sigue Juan Pablo II: “El vendaval de novedad causada por él no se refería ciertamente a la doctrina, sino más bien al modo de exponerla; nuevo era el estilo de hablar y de actuar, nueva la carga de simpatía con la cual él se acercaba tanto a las personas comunes como a los poderosos de la tierra”.
Por cierto que Juan XXIII recurre en los documentos de su pontificado, en alguna medida, a otro método y otro vocabulario que el de Pío IX y fue eso lo que marcó el tono del Concilio Vaticano II en cuanto al modo y estilo de presentación de la única doctrina católica. Pero -y es eso lo que Juan Pablo II dio a entender- no hubo una contradicción con el magisterio anterior, ni una desautorización de Pío IX por parte de Juan XXIII. Pero es precisamente eso lo que llegaron a pensar ciertos teólogos y lo que los medios de comunicación difundieron sin cesar y lograron asentar en la opinión pública mundial: que Juan XXIII era el hombre de ideas liberales, modernas, cuyo “aggiornamento” ponía por fin a una Iglesia anquilosada en fila con el mundo moderno. Ésa es una imagen tan distorsionada como la de un tozudo y archireaccionario Pío IX, y así se puede llegar a la conclusión de que tanto muchas de las alabanzas tributadas a Juan XXIII como las diatribas contra Pío IX brotan de la misma raíz de una “modernidad” arrogantemente convencida de sí misma y de su valor absoluto.
Tanto Pío IX como Juan XXIII, aunque con distintos enfoques y matices, sabían que la esencia de la misión de la Iglesia consiste en una total fidelidad a Jesucristo, por encima y más allá de las ideas favoritas de un determinado período histórico. Toda oposición entre ambos pontífices carece de fundamento real y pone de manifiesto el deseo de instrumentalizar la verdad para determinados fines. Bien lo expresaba el Papa Roncalli en una anotación de su “Diario del alma”. Con fecha del 29 de noviembre de 1959 anotaba: “Pienso siempre en Pío IX, de santa y gloriosa memoria; e imitándole en sus sacrificios, querría ser digno de celebrar su canonización”. Y el 22 de agosto de 1962 recordaba en público durante una audiencia general, lo que sentía y pensaba de él: “Pío IX: el Papa de la Inmaculada, excelsa y admirable figura del Pastor, del cual se escribió también, comparándolo con Nuestro Señor Jesucristo, que nadie fue más amado y odiado que él por sus contemporáneos. Mas su empresa, su entrega a la Iglesia, brillarán hoy más que nunca; unánime es la admiración para con él”. El Osservatore Romano, que aproximadamente en esa misma fecha rendía cuenta de la mencionada audiencia general, agregaba un detalle aun más significativo: “Su Santidad gustó de confiar a sus oyentes una grata esperanza que acariciaba en su corazón: que el Señor le concediera el gran don de poder decretar al honor de los altares durante el desarrollo del próximo Concilio Ecuménico (el Vaticano II) al Papa que había decretado y celebrado el Vaticano I”.
El Papa Roncalli fue en su persona, en su vida espiritual y en su servicio apostólico fruto legítimo del cristianismo tradicional, es decir, de aquella fe arraigada en el pueblo de Dios sencillo y pobre al que pertenecía su familia campesina. Su familia y entorno se situaban entre aquella gente a quienes no alcanzaron las deformaciones que dominaban en gran parte al mundo burgués, gestado en la revolución liberal y el nacido de inspiración positivista y utilitaria de corte capitalista.
Reveladora de su actitud frente al “modernismo” de entonces y de todos los tiempos es otra anotación de su “Diario del alma”, de octubre de 1910: “Jesús bendito ha tenido a bien concederme, en estos ejercicios, una luz especial para comprender todavía más vivamente la necesidad de mantener íntegro y purísimo mi sensus fidei y mi sentire cum Ecclesia, mostrándome también bajo una luz más resplandeciente la sabiduría, oportunidad y hermosura de las medidas pontificias encaminadas a salvaguardar principalmente al clero del contagio de los errores modernos (llamados modernistas), que de una manera engañosa y fascinante intentan demoler los cimientos de la doctrina católica. Las dolorosas experiencias de este año, observadas aquí y allá, las graves preocupaciones del Santo Padre y la voz de los sagrados pastores me han persuadido, incluso prescindiendo de otros datos, de que este viento del modernismo sopla bien fuerte y en una extensión mayor de lo que a primera vista pudiera parecer; de que es muy fácil que azote en el rostro y haga perder la cabeza incluso de aquellos que en un principio se sienten movidos solamente por el deseo de adaptar la antigua virtud del cristianismo a las necesidades modernas. Muchos, incluso buenos, han caído en el equívoco, inconscientemente tal vez y han pasado al campo del error. Y lo peor es que de las ideas se pasa pronto al espíritu de independencia, de libertad de juicio, en todo y con todos. (....) Debo vigilar más todavía mis impresiones, ideas y sentimientos, mis palabras y todo lo que de algún modo pudiera resultar comprometido por ese soplo devastador. Debo recordar siempre que la Iglesia guarda en sí la juventud eterna de la verdad de Cristo, que es de todos los tiempos, y que es la Iglesia quien transforma y salva a los pueblos y los tiempos, no éstos a ella.
El primer tesoro de mi alma es la fe, la santa fe leal e ingenua de mis padres y de mis buenos viejos. Seré escrupuloso y austero conmigo mismo, para que de ningún modo la pureza de mi fe sufra daño alguno”.
Y continúa: “La grave tarea de profesor de seminario que me han impuesto los superiores, me obliga no sólo a pensar en mí mismo por la pureza de mi fe, sino a procurar también que de todo mi pensamiento expuesto a los seminaristas en clase, de mis palabras y de mi trato dimane todo un espíritu de íntima unión con la Iglesia y con el Papa que los edifique y los lleve a pensar del mismo modo. Por tanto, seré delicadísimo en todas mis expresiones, procurando infundir en los alumnos ese espíritu de humildad y de oración en los estudios sagrados, que hace más fuerte el entendimiento y más generoso el corazón” (Juan XXIII, Diario del alma y otros escritos piadosos, Ediciones Cristiandad, Madrid, 1964, pg.252).
Juan Pablo II terminaba su encomio de Juan XXIII revelando: “En los últimos momentos de su existencia terrena el Papa confió a la Iglesia su testamento: Lo que más vale en la vida es Jesucristo bendito, su Santa Iglesia, su Evangelio, la verdad y la bondad”.


“Por sus frutos los conoceréis”

El lunes 4 de septiembre, al día siguiente de la beatificación, el Cardenal Angelo Sodano, Secretario de Estado, concelebraría con los arzobispos de Venecia y de Génova, cuarenta obispos y 150 presbíteros una solemne misa de acción de gracias por el don de los nuevos beatos a la Iglesia. Tal acción de gracias no sólo se refería a las virtudes personales de los nuevos beatos, sino también a los frutos producidos por su acción en el seno de la Iglesia.
En el caso de Pío IX tal acción de gracias por la fecundidad de su paso por el ministerio de Pedro hace pensar en la palabra del evangelio “No puede árbol bueno dar malos frutos, ni árbol malo frutos buenos” (Mt 7,18). Lo cierto es que, aunque Pío IX aparecía como perdedor en la titánica lucha contra el liberalismo doctrinal y político -los poderes de su tiempo hicieron oídos sordos a sus advertencias y los Estados Pontificios se perdieron para siempre- el Papado salía vigorosamente renovado y fortalecido de esta lid. Desde el sucesor de Pío IX, León XIII, hasta el Pontífice actual se puede constatar un continuo aumento del liderazgo moral de los obispos de Roma y ninguna de las consecuencias catastróficas que se vaticinaban con motivo de la proclamación del dogma de la infalibilidad papal y del Primado de Pedro, se hicieron efectivas. Por el otro lado, el correr de los tiempos iría a demostrar adónde conducían las ideas de un Feuerbach, de un Marx, de un Nietzsche, de un Darwin, incluso de un Lammenais. ¿Y qué fruto rendirían el racionalismo, con su negación de la divinidad de Cristo; el estatismo, con su afirmación de que el Estado era la fuente y el origen de todos los derechos; el socialismo y el comunismo, con sus ideas disgregadoras de la familia y sobre todo el naturalismo, que consideraba como progreso el organizar la sociedad al margen de Dios y de la fe cristiana?
Mientras el “Titanic” del mundo liberal iba navegando al encuentro no del progreso indefinido y victorioso, sino del iceberg de las grandes conflagraciones mundiales, la Iglesia experimentaba en el pontificado de Pío IX y de sus sucesores una expansión misionera como nunca antes. Se renovaron varias de las órdenes religiosas más antiguas como los benedictinos y dominicos, mientras que la Compañía de Jesús reflorecía a pesar de las numerosas prohibiciones, expulsiones y expropiaciones que le inflígían los gobiernos liberales. Se fundaron muchas congregaciones religiosas masculinas y femeninas nuevas, especialmente las numerosas puestas bajo el patrocinio del Sagrado Corazón, los salesianos y la Congregación del Verbo divino. El apoyo y el aliento que Pío IX proporcionó a los esfuerzos renovadores en todos los países impulsó la vida de las iglesias con efectos que aún perduran: p.ej. en Alemania en lo referente a la doctrina, acción social y organización política de los católicos, amenazados por la prepotencia de un Bismarck; en Francia con respecto de la presencia católica en la prensa y en la educación; en América por medio de la fundación de los Colegios Pío-norteamericano y Pío-latino en Roma, planteles formativos de numerosos obispos y por medio del establecimiento de relaciones diplomáticas con las nuevas repúblicas; en Bélgica con respecto de los estudios teológicos y las ciencias eclesiásticas; en los países de Oriente por medio del establecimiento de la jerarquía eclesiástica. En su pontificado se crearon 206 nuevas diócesis y vicariatos apostólicos y se restableció la jerarquía eclesiástica en Inglaterra, Escocia y Holanda.
En el éxito de la acción pastoral, tanto de Pío IX, como de Juan XIII -en cuya obra no hemos ahondado, por ser ampliamente conocida y más reciente- influyó de manera decisiva un factor que suele desconocerse o minusvalorarse: en medio de las grandes turbulencias de sus respectivas épocas el recurso de ambos pastores a la confianza en Dios y los medios sobrenaturales, no era en ellos simplemente una manifestación de su piedad personal, sino la búsqueda de un remedio adecuado frente a los males políticos-sociales de la modernidad. En contraste con el vivo interés que suscitaron tanto las encíclicas de ambos Papas como su acción en vista de los dos grandes concilios vaticanos, la promoción que ambos hicieron del culto al Sagrado Corazón, de la invocación del auxilio de la Virgen María y del patrocinio de San José, merecieron mucho menos atención si no fueron relegados al olvido. Sin embargo, podría pensarse que también en estos gestos de los dos papas beatificados se esconden eficaces claves de interpretación.

El Concilio Plenario Latinoamericano de 1899 (Preparación, celebración y significación)

Este artículo fue publicado en:

«Revista Eclesiástica Platense» [La Plata, Argentina] Año CI, Oct.-Dic. (1998) 1063-1078.

Se reproduce aquí con la autorización de la mencionada revista.


El fin del siglo XIX en América Latina, a nivel eclesial, estuvo marcado por un acontecimiento de gran relevancia: el primer Concilio Plenario Latino Americano (en adelante CPLA), que se celebró en Roma en 1899. En el contexto de estas II Jornadas de Historia Argentina y Americana, luego de realizar algunas precisiones terminológicas, quisiera presentar brevemente algunas notas de tres aspectos centrales de aquel concilio: su fase preparatoria, su celebración y su significación para la Iglesia latinoamericana.

1. El término “CPLA”

El término Concilio Plenario tiene una naturaleza de carácter jurídico. No hace referencia a un concilio nacional, al que asisten los obispos de una determinada nación; tampoco a un concilio provincial, formado por los obispos que integran una provincia eclesiástica, o sea el metropolitano y sus obispos sufragáneos; ni tampoco a un concilio diocesano.

A fines del siglo XIX no existía una norma universal para reglamentar los Concilios plenarios. Esta figura canónica recién sería recogida en el primer Código de Derecho Canónico, promulgado por Benedicto XV en la fiesta de Pentecostés de 1917. La peculiaridad del Concilio plenario que tuvo lugar en Roma en 1899, reside en que estuvo integrado por los episcopados de todos los países latinoamericanos por una convocación hecha por el Papa [1] . León XIII realizó dicha convocación en la solemnidad de la Navidad de 1898, a través de las letras apostólicas Cum Diuturnum [2] .

Por otra parte, siendo Concilio, aquella asamblea revestía autoridad legislativa sobre todo el continente, mientras que las futuras Conferencias Generales del Episcopado Latinoamericano no tendrían esa autoridad canónica [3] .

Hagamos ahora algunas breves precisiones acerca del término América Latina y del gentilicio latinoamericano. Hasta donde sabemos, ha sido el uruguayo Arturo Ardao quien ha establecido "el verdadero origen del nombre América Latina". Así se titula un capítulo del libro Nuestra América Latina, publicado por el mencionado autor en Montevideo en 1986 [4] .

Según Ardao, la idea de una América que fuera latina fue lanzada por vez primera en 1836 por el francés Michel Chevalier, en la Introducción a su obra en dos tomos titulada Cartas sobre la América del Norte [5] . Allí se lee lo siguiente: “América del Sur es como la Europa meridional, católica y latina. La América del Norte pertenece a una población protestante y anglosajona” [6] . Esta antítesis de lo sajón y lo latino, como terminología, era entonces novedosa aplicada a Europa, y con mayor razón a América.

El bautismo de América Latina, se debe al escritor y diplomático colombiano José María Torres Caicedo. Nacido en Bogotá en 1830, se radicó en París en 1851 y vivió allí, salvo cortos períodos, hasta su muerte en 1889. Fue el más ilustre representante de la cultura latinoamericana en la Europa de su tiempo. En la capital francesa publicó varias obras en español. En una de esas obras, de 1875, escribió lo siguiente:

“Desde 1851 empezamos a dar a la América española el calificativo de latina; y esta inocente práctica nos atrajo el anatema de varios diarios de Puerto Rico y de Madrid. Se nos dijo: -'En odio a España desbautizáis la América'. -'No, repusimos; nunca he odiado a pueblo alguno, ni soy de los que maldigo a la España en español'. Hay América anglosajona, dinamarquesa, holandesa, etc.; la hay española, francesa, portuguesa; y a este grupo, ¿qué denominación científica aplicarle sino el de latina? Claro es que los Americanos-Españoles, no hemos de ser latinos por lo Indio sino por lo Español... Hoy vemos que nuestra práctica se ha generalizado; tanto mejor" [7] .

Una precisión más sobre la fecha en que apareció por primera vez el término América Latina. Durante todo el primer lustro de la década del 50, en su actuación periodística en la capital francesa, Torres Caicedo siguió utilizando abrumadoramente los términos América del Sur, o América Española. "Si empleó entonces el término América Latina -señala Ardao en su publicación de 1986-, fue por excepción pendiente todavía de localización" [8] .

En cambio, al comienzo del segundo lustro se nota un cambio. El 26 de setiembre de 1856, Torres Caicedo fechó en Venecia un extenso poema de 288 versos, titulado Las dos Américas, en el que se refiere a "América Latina" [9] . "Esporádico al principio ese nombre, se volvió en su pluma cada vez más sistemático durante el resto de su largo actividad fundacional y apostólica del latinoamericanismo, en tanto latinoamericanismo" [10] .

La primera consagración institucional, en el terreno práctico, del gentilicio latinoamericano, habría tenido lugar en medios eclesiásticos, cuando el Colegio o Seminario Americano en Roma comenzó a ser llamado Latinoamericano. Este hecho, según Ardao, se habría producido en 1862 [11] . Sabemos con certeza que al inicio de 1864 el Colegio ya era conocido normalmente como "Latino-Americano" [12] .

El periódico católico montevideano «El Mensajero del Pueblo» -cuyo primer número apareció el 1º de enero de 1871- utilizaba por lo general la expresión Colegio Pío Latino Americano [13] . Mariano Soler -tercer obispo de Montevideo desde 1891 y primer arzobispo desde 1897- en 1887 publicó en la capital uruguaya un opúsculo referido a dicho Colegio, titulado Memorial sobre el gran Instituto Eclesiástico de la América Latina, dedicado al venerable clero de la Iglesia latino-americana. Al año siguiente, en 1888, publicó en Roma su Memorial dedicado a los alumnos del Colegio P. L. Americano [14] y, en Montevideo, sus Memorias de un viaje de ambos por ambos mundos, uno de cuyos capítulos se titula La América Latina [15] . En la década de los ochenta, pues, el proceso genético del nombre América Latina estaba definitivamente cumplido, en el Uruguay como en el resto de América. Con el concilio plenario de 1899, los términos América Latina y latinoamericano alcanzarían especial difusión.

2. La preparación del CPLA
En octubre de 1997, durante las “III Jornadas de Historia de la Iglesia” organizadas por la Facultad de Teología de la Universidad Católica Argentina, presenté una comunicación en la que analicé detenidamente el proceso de preparación del CPLA, en base a la documentación vaticana, sobre todo del Archivio degli Affari Ecclesiastici Straordinarii [16] . En esta ocasión, pues, sólo voy a referirme a las dos instancias fundamentales que constituyen el inicio y el final de la fase preparatoria del Concilio.

2.1. La propuesta de Mons. Mariano Casanova

El documento en que por primera vez y de manera explícita se propone a la Santa Sede la celebración de un Concilio de los obispos de América Latina, fue escrito por Mons. Mariano Casanova, arzobispo de Santiago de Chile. Se trata de una carta dirigida a León XIII, fechada el 25 de octubre de 1888. El manuscrito original latino [17] de esta carta ha sido reproducido en la tesis doctoral inédita que en 1991 el sacerdote argentino Diego Piccardo defendió en la Universidad de Navarra. Dicha tesis constituye la investigación de carácter histórico más completa hasta la fecha acerca del Concilio Plenario [18] .

Según Mons. Casanova, la Iglesia católica en América del Sur debía enfrentar el peligro de los gobiernos civiles y el de las sectas masónicas. Esos peligros se concretaban por ejemplo en las leyes del llamado matrimonio civil, separación de la Iglesia y del Estado, y muchas otras. Debido al regalismo existente en estas tierras, ningún obispo en su diócesis, ningún arzobispo en su provincia, podían convocar un Concilio "sin saberlo o contra la voluntad del Gobierno". Por tanto, como forma de remediar aquellos males, Casanova propuso

"convocar un Concilio Regional de todos los Arzobispos y Obispos de América Meridional, para que con la agregación de las luces de su ciencia, de su prudencia y experiencia, examinemos las necesidades de nuestras Iglesias, descubramos qué debe hacerse en los presentes tiempos tan calamitosos, hacer frente como si fuésemos un muro -con la común autoridad y fuerzas- a toda obra e industria del torrente de iniquidad; poner freno a los intentos de los hombres maliciosos [...], y sobre todo unirnos más a la Santa Iglesia Romana, Madre y Principio de las Iglesias, también lo pertinente a las ceremonias litúrgicas..." [19] .

La propuesta de que la reunión incluyera al episcopado de América del Sur, estaba motivada en que "todos tenemos el mismo origen, y por ello, hablamos el mismo idioma, vivimos las mismas costumbres, producimos las mismas leyes, disfrutamos las mismas tradiciones y finalmente, tememos los mismos peligros" [20] . Al final de su carta, Mons. Casanova propone "que sean convocados también todos los Obispos Mexicanos, por tener el mismo origen que nosotros" [21] .

Esta iniciativa del arzobispo chileno fue discutida y asumida en la Sesión 619 de la Sagrada Congregación de Asuntos Eclesiásticos Extraordinarios, celebrada el 31 de enero de 1889. Desde la propuesta de Mons. Casanova hasta la realización del CPLA pasaron más de diez años. En el proceso de preparación participaron numerosos cardenales y consultores, y además miembros de la jerarquía de toda América Latina, entre ellos todos los arzobispos.

2.2. Los documentos de la convocación al CPLA

2.2.1. Las letras apostólicas Cum Diuturnum

En la reunión de cardenales del 11 de diciembre de 1898 se estudió, entre otros temas, el texto que enviaría el papa para convocar al concilio. De los dos textos borradores, se eligió el más breve, y se le hicieron algunas modificaciones. El documento no sería finalmente una encíclica -como había solicitado la comisión a León XIII-, sino que adoptaría la forma de letras apostólicas.

En el borrador del documento, y para que no hubiera ningún riesgo de confusión, se propuso que se aclarara explícitamente que la convocación se dirigía a los obispos "de las Repúblicas de América Latina antes que simplemente de América Latina, porque ésta abraza también los dos Obispos de Trinidad, Colonia inglesa, dependiente de la Propaganda, y las dos sedes de Martinica y Guadalupe, colonias francesas, dependientes de Bordeaux, y las tres sedes, ya colonias españolas, de Cuba y de Puerto Rico, ahora más o menos dependientes de los Estados Unidos del Norte" [22] .

El 25 de diciembre de 1898 León XIII fechó, pues, las letras apostólicas Cum Diuturnum por las cuales convocó a los obispos al CPLA [23] . Luego de recordar su dedicación para consolidar o extender el reinado de Cristo en las naciones latinoamericanas, León XIII afirma:

"Hoy, empero, realizando lo que hace tiempo deseábamos con ansia, queremos daros una prueba de Nuestro amor hacia vosotros. Desde la época en que se celebró el cuarto centenario del descubrimiento de América, empezamos a meditar seriamente en el mejor modo de mirar por los intereses comunes de la raza latina, a quien pertenece más de la mitad del Nuevo Mundo. Lo que juzgamos más a propósito fue que os reunieseis a conferenciar entre vosotros con Nuestra autoridad y a Nuestro llamado, todos los Obispos de esas Repúblicas. Comprendíamos, en efecto, que comunicándoos mutuamente vuestros pareceres, y juntando aquellos frutos de exquisita prudencia, que ha hecho germinar en cada uno de vosotros una larga experiencia, vosotros mismos, podrías dictar las disposiciones más aptas para que, en esas naciones, que la identidad, o por lo menos, la afinidad de raza debería tener estrechamente coligadas, se mantenga incólume la unidad de la eclesiástica disciplina, resplandezca la moral católica y florezca públicamente la Iglesia, merced a los esfuerzos unánimes de todos los hombres de buena voluntad" [24] .

El papa manifiesta que la elección de Roma había partido de los mismos prelados, y pide disculpas porque dado las circunstancias, no podría acogerlos con la hospitalidad que hubiera querido. A continuación agrega que había dispuesto que la Sagrada Congregación del Concilio enviara "la convocatoria para el Concilio de todos los Obispos de las Repúblicas de la América Latina, que ha de reunirse en Roma el año próximo, y que dicte con oportunidad el reglamento a que debe sujetarse". Finalmente, envía su bendición apostólica. Esta carta fue enviada a los obispos de América Latina el 31 de diciembre de 1898 [25] .

2.2.2. La Circular de la S. C. del Concilio
El 7 de enero de 1899 el cardenal Ángel Di Pietro, prefecto de la Sagrada Congregación del Concilio, firmó una Circular dirigida a los prelados ordinarios de toda la América Latina [26] . En ella se determinan con precisión las normas generales que debían conocer los obispos antes de llegar a Roma. Dichas normas eran las siguientes:

1º El Concilio de celebraría en el Colegio Pío Latino Americano, y su primera sesión sería el domingo 28 de mayo, fiesta de la Santísima Trinidad. 2º Deberían asistir al Concilio: en primer lugar los arzobispos, y si alguno por impedimento legítimo no pudiera, debería nombrar un obispo que lo represente y comunicarlo a la Santa Sede. 3º Además tenían que asistir aquellos obispos que eran únicos en una República, o sea los de: San José de Costa Rica, Comayagua (Honduras), Nicaragua, San Salvador (de Centroamérica) y Paraguay. 4º Al resto de los obispos no se les impone la obligación de asistir, ya que no parecía conveniente que durante el Concilio toda América se quedara sin pastores. Sin embargo León XIII dispuso que cada metropolitano se reuniera con sus sufragáneos, quienes "elegirán para que los represente en el Sínodo a uno o a varios de sus Venerables Hermanos de la misma Provincia". 5º En dichas reuniones provinciales, los obispos debían "examinar con sumo cuidado las observaciones que cada Prelado hubiere juzgado conveniente hacer al Schema propuesto desde el principio, y que van adjuntas a estas letras; y manifestarán su opinión y sentir acerca de todos sus puntos, para que el Obispo u Obispos delegados puedan exponerlas y declararlas en el Concilio" [27] . 6º Si por causa legítima algún obispo no pudiese concurrir a esta reunión provincial, debería "mandar por escrito al Arzobispo su voto, tanto acerca de las susodichas observaciones, como acerca del Obispo u Obispos que se han de delegar para el Concilio, con el fin de que pueda tomarse de ello la debida razón" [28] .

Finalmente se señala que el cumplimiento de todas estas disposiciones "mucho interesa a la gloria de Dios y al bien de las almas", para que "con la ayuda de Dios, produzca en abundancia este Concilio Plenario, los saludables frutos que deseamos". Y luego de la firma del cardenal prefecto y su secretario, se lee: "Advertencia. Se servirán los Arzobispos y Obispos que vengan al Concilio, traer consigo el Schema de los Decretos" [29] .

Esta Circular recién partiría hacia América el 26 de enero de 1899 [30] . Como el tiempo era muy escaso y había mucho trabajo para realizar, el cardenal Rampolla, el mismo 26 de enero, envió un telegrama en clave a los representantes pontificios en América Latina, reproduciendo los términos de la Circular convocatoria.

3. La celebración del CPLA
El CPLA se desarrolló a lo largo de 43 días, desde el domingo 28 de mayo -solemnidad de la Santísima Trinidad- hasta el domingo 9 de julio de 1899, en el Colegio Pío Latino Americano. Los prelados que participaron en el Concilio fueron en total 53: trece arzobispos y cuarenta obispos [31] .

La representación más numerosa fue la de México, con trece prelados; seguía la de Brasil con once, la de Argentina con siete, y la de Colombia con seis prelados. Los cuatro países mencionados, en conjunto, aportaron el 69,8% del total de los prelados del CPLA. Centroamérica estuvo representada sólo por Mons. Bernardo Thiel, obispo de Costa Rica.

Los siete prelados argentinos fueron: el arzobispo de Buenos Aires, Mons. Uladislao Castellano, y los obispos: Reginaldo Toro, de Córdoba; Pablo Padilla, de Tucumán; Rosendo de la Lastra, de Paraná; Juan Agustín Boneo, de Santa Fe; Mariano Antonio Espinosa, de La Plata; y Matías Linares, de Salta [32] .

Cabe destacar que Mons. Castellano presidió en forma efectiva la séptima sesión solemne del concilio, celebrada el 29 de junio de 1899, y las congregaciones generales número 23 (30 de junio) y 24 (1º de julio) [33] . Mons. Toro fue uno de los cinco “jueces de querellas” del concilio, y Mons. Espinosa fue uno de los cuatro “relatores” del mismo [34] . También fue muy significativa la presencia de Mons. Boneo, ya que él había sido uno de los diecisiete fundadores del Colegio Pío Latino Americano en 1858. Durante el concilio integró la comisión creada a instancias del arzobispo de Montevideo, Mons. Mariano Soler, para tratar de resolver la situación de ruina económica en la que prácticamente se encontraba el Colegio [35] .

Se celebraron un total de 38 reuniones conciliares: veintinueve congregaciones generales, y nueve sesiones solemnes [36] . En las congregaciones generales, se discutió lo que luego serían los Decretos del Concilio, teniendo como base el Schema Decretorum y las Observationes Episcoporum et Notanda Consultoris. En las sesiones solemnes se aprobaba lo actuado hasta entonces, y en algunas de ellas se celebraron actos de particular relieve, como en la apertura, la consagración al Sagrado Corazón de Jesús y a la Purísima Concepción de María [37] , y la clausura.

No pretendemos aquí realizar un análisis del desarrollo de las distintas asambleas conciliares, ni del conjunto de los decretos finalmente aprobados [38] . Simplemente vamos a referirnos aquí en primer lugar al discurso inaugural del concilio y en segundo lugar a la promulgación de los decretos conciliares.

Por expreso pedido de León XIII, el discurso inaugural del CPLA estuvo a cargo del arzobispo de Montevideo Mons. Mariano Soler. En dicho discurso, como era de esperarse, fueron planteados los grandes temas a ser tratados en el Concilio. En primer lugar Soler menciona "la disciplina, la santidad, la doctrina y celo del clero" [39] , en estricta sintonía con el objetivo principal que la comisión cardenalicia había fijado para el Concilio, y también con las expectativas que León XIII tenía sobre el mismo. Y en segundo lugar, se refiere a "la moralidad, la piedad, el conocimiento más sólido de nuestra santa religión y la represión de perversas doctrinas en los pueblos a nuestro cuidado cometidos" [40] . Si el primer núcleo de temas estaba referido al clero, este segundo núcleo de temas se refería a los fieles. Según Soler, "la memoria de los tiempos pasados y la experiencia de los presentes", demostraba hasta la evidencia que el remedio a los males que aquejaban a la "República Cristiana" casi siempre eran fruto de los Concilios, a partir de los cuales se incrementaba "la piedad de los pueblos, el fervor de la disciplina eclesiástica, y el espíritu de unión entre los mismos Pastores" [41] .

El CPLA se clausuró el 9 de julio de 1900. León XIII designó una comisión especial de cardenales para que, en su nombre y con su autoridad, revisara los decretos del concilio. Finalizada la revisión, el papa promulgó dichos decretos el 1º de enero de 1900, a través de las letras apostólicas Iesu Christi Ecclesiam, en las que se lee lo siguiente:

“Y Nos, accediendo a los deseos de los Padres del primer Concilio Plenario de la América Latina, por las presentes Nuestras Letras, publicamos los Decretos del mismo Concilio ya revisados por la Sede Apostólica, y al mismo tiempo decretamos, que por estas Letras Apostólicas, y sin que obste nada en contrario, en toda la América Latina y en cada una de sus diócesis, dichos decretos se tengan universalmente por publicados y promulgados, y puntualmente se observen” [42] .

Esta promulgación ya había sido decretada por los mismos padres conciliares a través del artículo 994 en los siguientes términos:

“Y como ninguna ley puede tener fuerza de obligar, si no se promulga, determinamos que, apenas hayan sido examinados y reconocidos los decretos de este Concilio por la Santa Sede, inmediatamente se promulguen; y decretamos que, pasado un año de su solemne promulgación, tengan fuerza obligatoria, y surtan pleno efecto en todas las Iglesias de la América Latina, como si hubiesen sido promulgados en cada una de las diócesis, vicariatos, prefecturas y misiones” [43] .

En 1900, se publicaron en Roma dos volúmenes bajo el título, el primero, de Acta et Decreta Concilii Plenarii Americae Latinae y, el segundo, de Appendix ad Concilium Plenarium Americae Latinae [44] . De esta primera versión latina se hicieron ediciones posteriores en 1901 y 1902.

El Apéndice contenía un total 135 documentos, ya sea encíclicas, letras apostólicas, constituciones dogmáticas del concilio Vaticano I, decretos e instrucciones de las congregaciones romanas. En 1910 fue publicado un nuevo ejemplar del Apéndice, con documentos más recientes [45] .

Aunque no se incluyen en el Apéndice, una lectura detenida de los decretos conciliares permite señalar que los textos del concilio de Trento son los que aparecen citados con mayor frecuencia, exactamente 95 veces. Le siguen las constituciones dogmáticas Dei Filius y Pastor Aeternus del Vaticano I, que fueron citadas 37 veces. Sólo se registran diez citas de concilios provinciales latinoamericanos del siglo XIX: siete del concilio provincial de Nueva Granada (Colombia) del año 1868; una vez el concilio provincial de Quito (Ecuador) de 1869, y dos veces el concilio provincial de Antequera (México) de 1893. No deja de sorprender la ausencia casi total de citas referidas a documentos eclesiales latinoamericanos, ya sea de los primeros concilios de Lima y México del siglo XVI, como de los muy numerosos concilios provinciales y sínodos efectuados a lo largo de cuatro siglos [46] .

León XIII confió a Mons. José María Ignacio Montes de Oca, obispo de San Luis de Potosí, la traducción oficial castellana de las Actas y Decretos del CPLA. El obispo mexicano se encargó no sólo de la traducción, sino de la impresión del texto bilingüe (latín-castellano), que se publicó en Roma en 1906. Dicha traducción sería declarada auténtica por Pío X a través de las letras apostólicas Quod episcopis, dirigidas a Mons. Montes de Oca el 27 de marzo de 1906 [47] . El Apéndice no se llegó a traducir al castellano.

4. La significación del CPLA
En el decreto conciliar número 997 se lee lo siguiente: “En todos y cada uno de los archivos de cada diócesi[s], parroquia é Iglesia pública, se tendrá por lo menos un ejemplar de este Concilio Plenario, que en la visita pastoral se presentará al Obispo ó visitador, y se asentará en el inventario” [48] . O sea que cada sacerdote debía tener a su alcance una fuente clara y precisa de lo que debía hacer en su ministerio. Las varias ediciones que tuvieron las Actas y Decretos y también el Apéndice parecerían indicar que este decreto realmente se cumplió, aunque no se haya cumplido de manera uniforme en toda América Latina. En el imprimatur de ambos volúmenes consta que quedaba prohibida su reimpresión sin la autorización de la Santa Sede. Sin embargo, en algunos países se trasmitió la doctrina conciliar por medio de pastorales colectivas, en las que se daba a conocer, en castellano, lo expresado en los decretos conciliares.

Según Mons. Correa León, el primer capítulo de los Decretos, titulado “De la fe y de la Iglesia católica”, constituye una magnífica, clara y exacta síntesis de los documentos dogmáticos pontificios más recientes, una especie de ‘Enchiridion’ cuya utilidad práctica salta a la vista. El segundo capítulo, titulado “De los impedimentos y peligros de la fe”, expuso en forma por demás clara y concisa los errores doctrinales y los peligros prácticos que amenazaban la fe latinoamericana, tales como la superstición, la ignorancia, el socialismo, la masonería, la mala prensa, etc. Por otra parte, en este segundo capítulo se dictaron además normas prácticas para detener el avance de dichos errores y peligros [49] .

Pero el CPLA fue un concilio “eminentemente disciplinar”. Así lo calificó Mons. Mariano Soler en la pastoral que dirigió a sus fieles el 2 de abril de 1899, al partir hacia Roma [50] . En efecto, la parte disciplinar es la que presenta el mayor interés, especialmente por el aspecto jurídico, en cuanto que constituye una excelente compilación de buena parte de la legislación eclesiástica de la época. El P. Cayetano Bruno, con gran acierto, afirma que el Concilio Plenario de 1899 fue uno de los acontecimientos más trascendentales que vivió la Iglesia latinoamericana en el siglo XIX, no sólo porque unificó la acción de sus pastores sino porque ofreció un cuerpo de doctrina simplificador de las normas dispersas en el antiguo derecho [51] . De hecho, es evidente la semejanza de la obra conciliar con la del Código de Derecho Canónico de 1917, ya sea en su extensión como en la distribución general de las materias. Esto ha sido puesto de manifiesto con toda claridad por Mons. Correa León [52] . También es clara la influencia del concilio plenario en los sínodos argentinos de principios del siglo XX, como lo ha mostrado el P. Nelson Dellaferrera [53] .

El texto de las actas del CPLA finaliza con una Instrucción del Secretario de Estado, cardenal Mariano Rampolla, fechada en Roma el 1º de mayo de 1900 [54] . Dicho documento confirma y explica lo establecido en los decretos 208 y 288 acerca de la celebración de reuniones frecuentes en cada provincia eclesiástica, al menos cada tres años [55] . Aquella prescripción en algunas repúblicas evolucionó hacia la forma de conferencias episcopales nacionales. Por iniciativa de Pío XII, la actividad de integración eclesial cristalizaría en la I Conferencia General del Episcopado Latinoamericano celebrada en Río de Janeiro (Brasil) en 1955. Fruto maduro de aquella Conferencia fue la creación del Consejo Episcopal Latino Americano (CELAM). Su actual presidente, Mons. Andrés Rodríguez Madariaga, arzobispo de Tegucigalpa (Honduras), afirma que el CPLA constituyó "la primera gran tentativa de integración de la Iglesia en el Continente. Fue, por así decir, el punto de partida de la edad pastoral adulta de la Iglesia latinoamericana" [56] .

El año próximo se cumplirá el centenario del CPLA, y con tal motivo en la Santa Sede se proyecta realizar un acto conmemorativo. Será una instancia que sin duda permitirá profundizar en el significado y los alcances de aquel acontecimiento. Quiero finalizar con las palabras de Mons. Mariano Soler, primer arzobispo de Montevideo, quien refiriéndose al concilio plenario de 1899, afirmó: "Respecto de la misma América, no se registrará otro acontecimiento religioso más grande y trascendental en los anales de la Iglesia del Nuevo Mundo, a partir desde la época del descubrimiento" [57] .

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* Conferencia dada el 11 de junio de 1998 en las “II Jornadas de Historia Argentina y Americana”, organizadas por el Centro de Graduados en Historia de la Facultad de Filosofía y Letras de la Pontificia Universidad Católica Argentina.

** Doctor en Teología en la Universidad de Navarra (Pamplona, España). Profesor de Antropología en la Universidad Católica del Uruguay “Dámaso A. Larrañaga”. Profesor de Historia de la Iglesia en el Instituto Teológico del Uruguay “Mons. Mariano Soler” (Montevideo), agregado a la Pontificia Universidad Gregoriana (Roma).

[1] El P. Wernz, profesor de la Universidad Gregoriana y consultor del CPLA, en un libro impreso en 1899 escribió: "Los Concilios Plenarios según el derecho común actualmente vigente, ni están prescriptos, ni generalmente permitidos, ni son ordenados por estatutos singulares; únicamente deben su legítima constitución y autoridad de la delegación de la Sede Apostólica", Francisco X. WERNZ, Ius Decretalium ad usum praelectionum in scholis textus canonici sive iuris decretalium, II, Ius Constitutionis Eccles. Catholicae (Romae 1899), pág. 1092.

[2] Vid. Actas y Decretos del Concilio Plenario de la América Latina celebrado en Roma el Año del Señor de MDCCCXCIX. Traducción oficial (Roma 1906) [en adelante se citará: Actas], págs. XXI-XXII.

[3] Cfr. Eduardo CÁRDENAS, El primer Concilio Plenario de la América Latina, 1899, en: Quintín ALDEA - Eduardo CÁRDENAS (dirs.), Manual de Historia de la Iglesia, t. 10: La Iglesia del siglo XX en España, Portugal y América Latina (Barcelona 1987) [en adelante se citará: CÁRDENAS], pág. 520.

[4] Vid. Arturo ARDAO, El verdadero origen del nombre América Latina, en: ID., Nuestra América Latina (Montevideo 1986) [en adelante se citará: ARDAO, NAL], págs. 31-44; vid. también ID., Génesis de la idea y el nombre de América Latina (Caracas 1980); España en el origen del nombre América Latina (Montevideo 1992).

[5] Esta Introducción de la obra de Michel Chevalier se reproduce en: Arturo ARDAO, Génesis de la idea y el nombre de América Latina (Caracas 1980), págs. 153-167.

[6] Ibid., pág. 162.

[7] José M. TORRES CAICEDO, Mis ideas y mis principios, t. 1 (París 1875), pág. 151, cit. ARDAO, NAL, pág. 40. El subrayado es nuestro.

[8] ARDAO, NAL, pág. 42. El autor hace constar que investigó la actuación periodística de Torres Caicedo en París, y también en Bogotá, en el año 1967, y que otras investigaciones podrían aportar nuevas revelaciones.

[9] Vid. José M. TORRES CAICEDO, Las dos Américas, en: «El Correo de Ultramar» [París], 15.2.1857; también publicado en: ID., Religión, patria y amor (París 1862). Los versos que reproduce Ardao son los siguientes: "La raza de la América Latina / al frente tiene la sajona raza [...] El Norte manda sin cesar auxilios / a Walker, el feroz aventurero", ARDAO, NAL, pág. 43.

[10] ARDAO, NAL, pág. 44.

[11] "Hasta donde hemos podido establecerlo, el primer episodio de ese carácter tuvo lugar muy tempranamente en el ámbito del vaticano, cuando en 1862 el hasta entonces llamado 'Colegio Americano del Sur', cambió su nombre por el de 'Colegio Latinoamericano', convertido muy poco después en el histórico 'Colegio Pío Latinoamericano", ARDAO, NAL, pág. 104. Se debe precisar que hasta 1867 se usaron distintos nombres para designar a aquel establecimiento: Seminario Americano, Colegio Americano del Sur, o Latino Americano, o Americano Latino. El 22.2.1859 se hablaba del "Seminario Hispano-Americano", vid. «El Catolicismo» [Colombia] 6 (1859) 57; el 15.1.1860 el Rector del establecimiento, P. Juan Marcucci, se refería al "Colegio de la América Española y Portuguesa", vid. l.c., 7 (1860) 215-216. El cambio de nombre definitivo se produjo en julio de 1867, cuando con el consentimiento de Pío IX pasó a llamarse Colegio Pío Latino Americano.

[12] Vid. Programa del Colegio Latino-Americano erigido en Roma bajo la protección de Su Santidad y confiado a la dirección de los Padres de la Compañía de Jesús, Roma, Enero 15 de 1864, en: Archivo de la Curia del Arzobispado de Montevideo, Gobierno de Mons. Vera, Caja 311-8/8 (1860-1904), Carpeta 7.

[13] Esta expresión aparece por primera vez en: «El Mensajero del Pueblo» 1 (1871) 79; no la hemos encontrado, sin embargo, en «La Revista Católica», que se publicó en Montevideo en 1860-1861.

[14] Mariano SOLER, Memorial sobre el gran Instituto Eclesiástico de la América Latina, dedicado al venerable clero de la Iglesia latino-americana (Montevideo 1887); Memorial dedicado a los alumnos del Colegio P. L. Americano (Roma 1888).

[15] ID., La América Latina, en: ID., Memorias de un viaje por ambos mundos, escritas por el Doctor D. ..., El Oriente-Europa-América (Montevideo 1888), t. 2, págs. 188-203.

[16] Pedro GAUDIANO, La preparación del Concilio Plenario Latinoamericano, según la documentación Vaticana, en vías de publicación en la revista «Teología» [Buenos Aires].

[17] AA.EE.SS., America, Anno 1889-1890, Pos. 53, Fasc. 3, fol. 2r-5v.

[18] Vid. Diego R. PICCARDO, Historia del Concilio Plenario Latinoamericano (Roma 1899), Tesis doctoral, Promanuscrito, Facultad de Teología de la Universidad de Navarra (Pamplona 1991) [en adelante se citará: PICCARDO], págs. 359-366. Vid. también Mariano CASANOVA, Obras pastorales del Ilmo. y Rmo. Señor Dr. D. ..., Arzobispo de Santiago de Chile, con un retrato del autor (Friburgo de Brisgovia [Alemania] 1901).

[19] PICCARDO, págs. 360-361.

[20] Ibid., págs. 361-362.

[21] Ibid., pág. 365.

[22] AA.EE.SS., America, Anno 1898-1899, Pos. 95, Fasc. 67, fol. 61r, reproducido en su original italiano en: PICCARDO, pág. 195, nota 120.

[23] Vid. el texto en: Actas, págs. XXI-XXIII.

[24] Actas, págs. XXI-XXII.

[25] El 4 de febrero de 1899 eran publicadas en un periódico montevideano, vid. «La Semana Religiosa» 13 (1899) 9474.

[26] Vid. el texto de la misma en: Actas, págs. XXIV-XXVI.

[27] Actas, pág. XXV.

[28] Ibid., págs. XXV-XXVI.

[29] Ibid., pág. XXVI.

[30] En Montevideo la Circular fue publicada el día 11 de marzo, vid. «La Semana Religiosa» 13 (1899) 9550-9551.

[31] Vid. Actas, págs. XLVIII-XLIX; sobre los datos biográficos de los padres conciliares, vid. María M. ESANDI, El Concilio Plenario de América Latina. Datos biográficos de los Padres Conciliares (Roma - 1899), Promanuscrito, Mémoire présenté pour l'obtention du grade de Licenciée en Sciences Historiques, Université Catholique de Louvain, Faculté de Philosophie et Lettres, Nº L.V.L. 15479 ([Louvain] 1973).

[32] Vid. Actas, págs. XLVIII-XLIX. Algunos autores, por error, afirman que Argentina envió seis prelados, al igual que Colombia; así por ejemplo CÁRDENAS, pág. 520. A la provincia eclesiástica argentina pertenecía, además, el obispado sufragáneo de Paraguay, cuyo prelado, Mons. Sinforiano Bogarín, también participó en el CPLA.

[33] Vid. Actas, págs. XCVIII-C.

[34] Vid. ibid., pág. L.

[35] Mariano Soler, primero como sacerdote, y luego como obispo y arzobispo, fue un permanente impulsor y promotor del Colegio Pío Latino Americano de Roma, a tal punto que ha sido llamado su "Segundo fundador". Sobre la actuación conciliar de Soler, vid. Pedro GAUDIANO, Mons. Mariano Soler, primer Arzobispo de Montevideo, y el Concilio Plenario Latino Americano [Disertación doctoral en la Universidad de Navarra], en: «Anuario de Historia de la Iglesia» [Pamplona] 7 (1998) 375-382; ID., ibid. [Extracto de la tesis doctoral], en vías de publicación en: «Excerpta e Dissertationibus in Sacra Theologia» [Pamplona].

[36] Vid. Extracto de las Actas de las Sesiones y Congregaciones, en: Actas, págs. LVII-CXXXXIX.

[37] Dicha consagración tuvo lugar el 11.6.1899, vid. Cuarta Sesión Solemne, en: Actas, págs. LXXXVII-LXXXVIII; vid. también «La Semana Religiosa» [Montevideo] 13 (1899) 9884; la fórmula de la consagración, y las palabras que añadió el presidente del Concilio, en: l.c., 10043-10044.

[38] Sobre tales temas, vid. Actas; CÁRDENAS, págs. 524-548; PICCARDO, págs. 229-288.

[39] "En esta santa Asamblea, debemos dirigir todos nuestros cuidados y afanes, a la discusión de aquellas materias que más hayan de fomentar en nuestras regiones, la disciplina, la santidad, la doctrina y el celo del clero", Actas, pág. LXVIII.

[40] Ibid.

[41] Ibid., págs. LXVIII-LXIX.

[42] Vid. ibid., pág. XVII.

[43] Ibid., pág. 563.

[44] En 1899 y para uso exclusivo de los padres conciliares, se había publicado un volumen titulado Appendix ad Schema decretorum pro Concilio Plenario Americae Latinae, con 85 documentos del magisterio pontificio y varias instrucciones dictadas por las congregaciones romanas, cfr. María M. ESANDI, El Concilio Plenario cit., pág. 29.

[45] Appendix ad Concilium Plenarium Americae Latinae Romae celebratum Anno Domini 1899 additis recentioribus documentis (Romae 1910).

[46] Hemos tomado estos datos de María M. ESANDI, El Concilio Plenario cit., pág. 31.

[47] Cfr. Actas, págs. X-XIII.

[48] Ibid., págs. 564-565.

[49] Vid. Pablo CORREA LEÓN, El Concilio Plenario Latinoamericano de 1899 y la Conferencia Episcopal Latinoamericana de 1955, en: «Cathedra» [Bogotá] 11 (1957) I, 47-55.

[50] Vid. Mariano SOLER, Carta Pastoral del Exmo. Señor Arzobispo con motivo de la celebración del Concilio Plenario de la América Latina, en: «La Semana Religiosa» [Montevideo] 13 (1899) 9619-9623.

[51] Cfr. Cayetano BRUNO, Historia de la Iglesia en la Argentina, t. 12 (1881-1900) (Buenos Aires 1981), pág. 345.

[52] Vid. Pablo CORREA LEÓN, El Concilio Plenario cit.

[53] Vid. Nelson C. DELLAFERRERA, El Concilio Plenario Latinoamericano y los Sínodos Argentinos de principios del siglo XX, en: «Anuario Argentino de Derecho Canónico» [Buenos Aires] 1 (1990) 87-140.

[54] Mariano RAMPOLLA, Instructio circa conventus Episcoporum Americae Latinae, en: Actas, págs. CLXXXI-CLXXXII; este documento no se incluye en la primera edición latina de las Actas y Decretos.

[55] En el decreto 208 se transcribe la siguiente exhortación, tomada de la carta que León XIII dirigió al episcopado brasilero el 2.7.1894: "Reine entre vosotros la más estrecha caridad y concordia de pareceres, opinando todos una misma cosa, teniendo todos los mismos sentimientos (Philip. II, 2). Para conseguirla, os recomendamos encarecidamente que con frecuencia os comuniquéis vuestras opiniones y, en cuanto lo permitan las distancias y vuestros sagrados deberes, multipliquéis más y más las reuniones episcopales". Y a continuación, el mismo decreto establece: "El tiempo de estas reuniones no deberá pasar de tres años, y se fijará en cada Provincia de común acuerdo de los Obispos", Actas, pág. 136. El decreto 288, remitiendo al decreto 208, menciona "la celebración de las juntas episcopales, al menos cada tres años", Actas, pág. 175.

[56] Cfr. Oscar A. RODRÍGUEZ MADARIAGA, Presentazione, en: Enchiridion. Documenti della Chiesa Latinoamericana (a cura di P. Piersandro Vanzan S.I.) (Bologna 1995), págs. 5-6. Esta publicación, en italiano, contiene una selección de documentos de la Iglesia Latinoamericana: del CPLA (1899) y de las Conferencias Generales del Episcopado Latinoamericano de Río de Janeiro (1955), Medellín (1968), Puebla (1979) y Santo Domingo (1992).

[57] Mariano SOLER, Carta Pastoral cit.